Recuerdo bien el día en que Rita cometió el peor de sus errores, pues le costó la vida: rompió la principal regla del hogar. Fue el día del cumpleaños de mamá Lupita, todos festejábamos alegremente en la sala de la casa, cuando repentinamente escuchamos tremendo escándalo afuera. Percibíamos que algo estaba atacando a los pájaros, pero ¿qué o quien podría ser? Salimos corriendo con el abuelo y mamá Lupita al frente. En el patio nos encontramos con la grave sorpresa de que Rita logro abrir la jaula más grande y de ella saco a Pollito; la gata había matado al loro, aún no se lo comía pero lo tenía en el hocico, era sin lugar a dudas culpable de aquel homicidio. No pude ser buena abogada para defenderla. La abuela, al ver muerto a su loro preferido, se desmayó; el abuelo siempre llevaba consigo una pistola para defensa y en su arranque de furia le disparo a Rita. Una sola bala bastó para que un zumbido de menos de 20 segundos le quitara la vida. No había más que ver ahí afuera. A mamá Lupita la llevaron al medico porque no reaccionaba. Me quedé con Rita, aun respiraba; no sé cuanto lloré, pero puedo decir que no fue suficiente para revivirla. Necesitaba más que mi llanto: un milagro; la cargué y llevé a un rincón del patio donde solía descansar con ella; lograba sentir su cálida sangre en mis manos.
Mamá Lupita padecía del corazón desde tiempo atrás, un secreto que el abuelo supo ocultar; fue un infarto lo que le pasó aquel día, pero se salvó de milagro, justamente el necesitado por Rita. Pasó el tiempo, el suceso del loro muerto ayudó a empeorar su salud; ya no pudo salir a darle de comer a sus pájaros, por lo cual me encomendaron atenderlos, encontrando la oportunidad esperada para vengar la muerte de mi única amiga.
Mamá Lupita padecía del corazón desde tiempo atrás, un secreto que el abuelo supo ocultar; fue un infarto lo que le pasó aquel día, pero se salvó de milagro, justamente el necesitado por Rita. Pasó el tiempo, el suceso del loro muerto ayudó a empeorar su salud; ya no pudo salir a darle de comer a sus pájaros, por lo cual me encomendaron atenderlos, encontrando la oportunidad esperada para vengar la muerte de mi única amiga.
III
Por las mañanas daba a todos su alimento. Primero fue el ruiseñor, ¡qué lástima!, fue atacado probablemente por un gato. Las alas desgarradas y marcas de colmillos en su cuerpo daban testimonio de una lucha tenaz con su atacante. Sucesivamente fueron muriendo cada una de las aves, y a la par, la abuela, quien iba dejando atrás la esperanza de vivir; hasta que un buen día, del hospital ya no regresó. Nadie daba explicación lógica de su muerte y mucho menos a la de sus pájaros. Decían: “cada uno era parte de su vida”.
Me hice experta en cazarlos sin tener que armar una bulla; sólo los tomaba por la cabeza con cuidado y doblaba sus frágiles huesos. Siempre vigilaba que no se percataran del triste final de los pájaros de mamá Lupita.
El último, recuerdo, fue un canario; su mirada penetrante buscaba un lugar donde esconder su pequeño cuerpo. No había salida; intentó atacar, pero mis manos fueron más rápidas y silenciosas. Pensé: “nadie alrededor”; lo recogí y lo llevé hasta mi boca, clavé los colmillos. En definitiva, la sensación de su breve cuerpo era desagradable. Había algo extraño, no era hambre lo que me incitaba a masticar; pero al final, hallé una satisfacción fuera de lo común, jamás experimenté algo igual.
Aunque ya no existían pájaros, las jaulas siguieron colgadas en las paredes; era sólo el recuerdo de lo que algún día hubo en esa casa.
No sé qué sucedió conmigo, pero mis ansias de matar aves creció con el tiempo; supongo fue un instinto lo que me empujó a seguir haciéndolo.
IV
He acabado con mi desayuno y me hago una pregunta: “¿Por qué, maldita sea, estoy aquí, encerrada como uno de los tantos pájaros de mamá Lupita?”. Me levanto de la cama y voy al baño, tal vez una ducha me hará sentir mejor. El agua tibia corre por mi cuerpo, desde mojar mi cabello hasta envolver mis piernas. Sentir un liquido cálido en mis manos me recuerda la sangre de Rita, sensación que me transforma. Me desespero, se apodera de mí ese instinto, cayendo en un ansia incontrolable, a causa de una sed de venganza que siento inconclusa.
Me pregunto de nuevo. “¿Cómo llegué aquí?” Y busco, entre mis recuerdos, las imágenes de lo que hace siete años sucedió. En alguna fecha de este oscuro pasado, se me ocurrió buscar el arma del Abuelo, aquella que le robara la vida a Rita. Fue fácil encontrar una pistola en su cuarto, el instinto me llevo a ella, y ¿qué podría esconder un anciano como él?, ya ni siquiera le quedaban fuerzas para vivir, su único motor era mamá Lupita, sin ella era sólo un viejo sin esperanzas.
Ahora, sentir el hierro frió y pesado de un arma en mis manos, me daba la idea de lo superior que soy. Ya no tenia que matarlos con las manos, en adelante sólo bastaría con disparar. Fueron dos años, en los cuales, bastaba una bala para acabar con la vida de un asqueroso pájaro. Una bala, como la que le había arrebatado la vida a mi Rita. ¿Por qué culparla de ser un hermoso felino y deseara cazar un estúpido loro?; ¡ese era su instinto: matarlos, masticarlos y por último, si lo deseaba, tragárselos!. Maldito el día y aquel que la mató, porque no supo que la venganza sería por mi mano. Agradezco a las circunstancias por haberme dado la placentera oportunidad de ver morir cada asqueroso pájaro de mamá Lupita y, a su vez, la muerte de esta.
V
Pero eso no bastó, no fue suficiente cazar aves en el patio, o en el parque. Seguía sintiendo rabia, quería vengarme del único culpable de la muerte de Rita.
Un día, después de ir de cacería, regrese a casa con más ansias que de costumbre. Me rodeaba el aroma de la muerte. La búsqueda de venganza fue mayor ese día; eran las siete de la mañana y nadie más que yo estaba despierta. Me dirigí por inercia al último cuarto de la casa, el del abuelo; podía escuchar a través de la puerta su respiración tranquila, librada. Abrí la puerta sigilosamente y encontré frente a mi, su cuerpo tendido sobre la cama; no daba más indicio de que estaba durmiendo muy placenteramente. Me acerqué a su cama, acechando a mi presa; vi su rostro apacible, como el de un muerto; ni siquiera imaginaba lo que iba a pasarle. Acerqué mis manos a su cuello, ligeras, casi imperceptibles, y finalmente presioné. Despertó, sus ojos no daban crédito a quién observaban; cambié de posición las manos tan rápido y con fuerza giré su cuello. Sólo se escucho el crujir de su nuca; no hubo gritos, sangre o plumas, era mi primer victima que no tenia alas; no podía volar para escapar de mi odio. Lo demás que sucedió, ahora sólo son fotografías borrosas: el juicio, los abogados y por fin aceptar el veredicto. Diagnosticaron locura, que estoy enferma y necesito ayuda profesional.
¿Cuánto tiempo he pasado en la ducha? No lo sé, pero ahora me siento renovada. Lamo mis manos y acicalo mi cabello; miro el reloj: “las doce”, me visto y en seguida veo entrar por la puerta a la siguiente ave que cazaré. ¡No tiene plumas, mucho menos alas! Será más fácil de acechar, y bien sé que de esta jaula no saldrá.
-Buenos días, doctor Briseño.
Por las mañanas daba a todos su alimento. Primero fue el ruiseñor, ¡qué lástima!, fue atacado probablemente por un gato. Las alas desgarradas y marcas de colmillos en su cuerpo daban testimonio de una lucha tenaz con su atacante. Sucesivamente fueron muriendo cada una de las aves, y a la par, la abuela, quien iba dejando atrás la esperanza de vivir; hasta que un buen día, del hospital ya no regresó. Nadie daba explicación lógica de su muerte y mucho menos a la de sus pájaros. Decían: “cada uno era parte de su vida”.
Me hice experta en cazarlos sin tener que armar una bulla; sólo los tomaba por la cabeza con cuidado y doblaba sus frágiles huesos. Siempre vigilaba que no se percataran del triste final de los pájaros de mamá Lupita.
El último, recuerdo, fue un canario; su mirada penetrante buscaba un lugar donde esconder su pequeño cuerpo. No había salida; intentó atacar, pero mis manos fueron más rápidas y silenciosas. Pensé: “nadie alrededor”; lo recogí y lo llevé hasta mi boca, clavé los colmillos. En definitiva, la sensación de su breve cuerpo era desagradable. Había algo extraño, no era hambre lo que me incitaba a masticar; pero al final, hallé una satisfacción fuera de lo común, jamás experimenté algo igual.
Aunque ya no existían pájaros, las jaulas siguieron colgadas en las paredes; era sólo el recuerdo de lo que algún día hubo en esa casa.
No sé qué sucedió conmigo, pero mis ansias de matar aves creció con el tiempo; supongo fue un instinto lo que me empujó a seguir haciéndolo.
IV
He acabado con mi desayuno y me hago una pregunta: “¿Por qué, maldita sea, estoy aquí, encerrada como uno de los tantos pájaros de mamá Lupita?”. Me levanto de la cama y voy al baño, tal vez una ducha me hará sentir mejor. El agua tibia corre por mi cuerpo, desde mojar mi cabello hasta envolver mis piernas. Sentir un liquido cálido en mis manos me recuerda la sangre de Rita, sensación que me transforma. Me desespero, se apodera de mí ese instinto, cayendo en un ansia incontrolable, a causa de una sed de venganza que siento inconclusa.
Me pregunto de nuevo. “¿Cómo llegué aquí?” Y busco, entre mis recuerdos, las imágenes de lo que hace siete años sucedió. En alguna fecha de este oscuro pasado, se me ocurrió buscar el arma del Abuelo, aquella que le robara la vida a Rita. Fue fácil encontrar una pistola en su cuarto, el instinto me llevo a ella, y ¿qué podría esconder un anciano como él?, ya ni siquiera le quedaban fuerzas para vivir, su único motor era mamá Lupita, sin ella era sólo un viejo sin esperanzas.
Ahora, sentir el hierro frió y pesado de un arma en mis manos, me daba la idea de lo superior que soy. Ya no tenia que matarlos con las manos, en adelante sólo bastaría con disparar. Fueron dos años, en los cuales, bastaba una bala para acabar con la vida de un asqueroso pájaro. Una bala, como la que le había arrebatado la vida a mi Rita. ¿Por qué culparla de ser un hermoso felino y deseara cazar un estúpido loro?; ¡ese era su instinto: matarlos, masticarlos y por último, si lo deseaba, tragárselos!. Maldito el día y aquel que la mató, porque no supo que la venganza sería por mi mano. Agradezco a las circunstancias por haberme dado la placentera oportunidad de ver morir cada asqueroso pájaro de mamá Lupita y, a su vez, la muerte de esta.
V
Pero eso no bastó, no fue suficiente cazar aves en el patio, o en el parque. Seguía sintiendo rabia, quería vengarme del único culpable de la muerte de Rita.
Un día, después de ir de cacería, regrese a casa con más ansias que de costumbre. Me rodeaba el aroma de la muerte. La búsqueda de venganza fue mayor ese día; eran las siete de la mañana y nadie más que yo estaba despierta. Me dirigí por inercia al último cuarto de la casa, el del abuelo; podía escuchar a través de la puerta su respiración tranquila, librada. Abrí la puerta sigilosamente y encontré frente a mi, su cuerpo tendido sobre la cama; no daba más indicio de que estaba durmiendo muy placenteramente. Me acerqué a su cama, acechando a mi presa; vi su rostro apacible, como el de un muerto; ni siquiera imaginaba lo que iba a pasarle. Acerqué mis manos a su cuello, ligeras, casi imperceptibles, y finalmente presioné. Despertó, sus ojos no daban crédito a quién observaban; cambié de posición las manos tan rápido y con fuerza giré su cuello. Sólo se escucho el crujir de su nuca; no hubo gritos, sangre o plumas, era mi primer victima que no tenia alas; no podía volar para escapar de mi odio. Lo demás que sucedió, ahora sólo son fotografías borrosas: el juicio, los abogados y por fin aceptar el veredicto. Diagnosticaron locura, que estoy enferma y necesito ayuda profesional.
¿Cuánto tiempo he pasado en la ducha? No lo sé, pero ahora me siento renovada. Lamo mis manos y acicalo mi cabello; miro el reloj: “las doce”, me visto y en seguida veo entrar por la puerta a la siguiente ave que cazaré. ¡No tiene plumas, mucho menos alas! Será más fácil de acechar, y bien sé que de esta jaula no saldrá.
-Buenos días, doctor Briseño.
YARA KAZAN.
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